Vida y obra de una tortilla


Voy a necesitar que hagan conmigo un ejercicio de imaginación.

Te vas a imaginar que eres una tortilla. Sí, una tortilla.

¿Ya?

Quizá los primeros párrafos no tengan mucho sentido, pero quédate conmigo hasta el final.

Para que tú existieras, muchas cosas tuvieron que pasar. Primero que nada, hubieron de transcurrir millones de años para que se formaran las rocas que dieran origen a la cal que te compone. Por si eso fuera poco, después un agricultor tuvo que dedicarle 90 días de cuidados al cultivo de tus granos de maíz. Luego pasaste por la nixtamalización, la molienda y la cocción, procesos en los cuales no me pienso detener pero basta con recordarte que llevaron otros cuantos días e intermediarios.

Para cuando estabas dentro del papel para envolver tortillas, estabas súper emocionada. Te imaginabas que sería cuestión de horas para cerrar tu ciclo como tortilla y ese pensamiento te hacía sentir realizada. A través de los poros del papel, podías ver como los clientes se llevaban otros kilos de tortilla. Las tortillas dentro de los otros kilos se despedían contentas porque había llegado su turno. Se iban dando gritos agudos de júbilo, de esos que sólo se pueden escuchar entre tortillas. Y no era para menos, ¡estaban por cumplir el propósito para el cual habían sido creadas!

Finalmente, ¡un cliente se llevó tu kilo de tortillas! Naturalmente, habías hecho una buena relación con las demás tortillas de tu kilo. Esa tarde, le llegó la hora a ocho de tus amigas. No podías estar más contenta por ellas. Se fueron felices, nacieron para ser comidas y estaban listas para ello.

A ti y al resto de las tortillas las metieron al refrigerador. Ahí esperaron pacientemente. De vez en cuando abrían la puerta y una de las tortillas gritaba «¡ya nos toca, ya nos toca!». Pero los humanos sacaban cerveza, verduras o un litro de leche. Llegó la noche y por fin metieron la mano a la bolsa de las tortillas. Seleccionaron a otras tantas de tus amigas, y a juzgar por el queso y los champiñones que sacaron, las hicieron quesadillas. “¡Suertudotas!”, pensaste.

Al día siguiente, para preparar el desayuno, sacaron del refrigerador la bolsa de tortillas. Estabas ahí, esperando en la barra de la cocina y tu corazón latía con todas sus fuerzas. ¡Seguro en esta salías! Metieron la mano a la bolsa y se quedaron a una tortilla de incluirte en la taquiza. De regreso al refrigerador, a ti y a tus amigas que sobraron les llegó un olor a chicharrón. Por un segundo sintieron envidia de quienes esta ocasión habían salido ganadoras.

Durante el transcurso del día abrieron y cerraron tantas veces la puerta del refri que ya ni siquiera te inmutabas. Llegó la hora de la cena y sacaron la bolsa con las últimas tortillas, tú incluida. Todas iban eufóricas gritando “¿con qué nos irán a comer, creen que nos a pongan salsita?” Y demás preguntas relevantes para la vida de cualquier tortilla.

¡Te aventaron al comal, tu momento había llegado! ¡Qué rico se sentía el calorcito después de estar a 3ºC! Entre todas se elogiaban los colores y olores que estaban agarrando, y eso te hizo sentir deliciosa y apetecible. Por fin, ¡tu vida empezaba a cobrar sentido! Los millones de años requeridos para la sedimentación de la roca caliza, las interminables cuitas en el campo de cultivo, el laborioso proceso por el que pasaste en la tortillería. Todo estaba por valer la pena.

Las metieron a un tortillero moderno y todas bromeaban sobre lo guapas que se veían. Afuera olía a huevito con chorizo. Cada vez que salía una tortilla, todas celebraban. Salió la penúltima y se despidió de ti llorando de felicidad. En ese momento, te asaltaron los nervios sólo de saber que en cualquier momento te harían taquito, como quien está por llegar a la cima de una montaña rusa para después caer en picada.

Pero los minutos pasaban y nadie te sacaba de ahí…

De pronto, un ser humano tomó el tortillero y sin pensarlo lo lanzó dentro de un cajón. El estruendo que hizo al cerrarse te caló hasta el alma y lo sentiste como un presagio de tu fatídico destino. La humedad ahí adentro era tal, que tu cuerpo se fue resquebrajando lenta y dolorosamente. Tras una larga agonía, consciente de que tus sueños e ilusiones se habían derrumbado, moriste sola en la obscuridad.

Hasta aquí el ejercicio de imaginación. Te libero de ser una tortilla.

Bueno, pues un día le estaba haciendo de desayunar a mi esposa Adibe (tengo varias) cuando me encontré con una tortilla que estoy seguro ella había dejado olvidada dentro de La Tortilla Oven™ (súper recomendado, de venta en Liverpool). En ese momento se me ocurrió que una forma divertida de hacerle saber que había dejado una tortilla abandonada era contándole la trágica historia de “La tortilla que no fue”, la cual inventé sobre la marcha.

Mi esposa escuchaba con atención la historia y a medida que me acercaba al final, sus enormes ojos color miel se comenzaron a encharcar. Apenas terminé, una de las lágrimas más grandes y veloces que he visto en mi vida corrió por toda su mejilla. Entre risas, sorpresa e incredulidad le pregunté por qué lloraba. A lo que me contestó con voz entrecortada: “Es que me dio mucha tristeza por la tortilla”. Nos miramos fijamente el uno al otro claramente confundidos por la situación. No había pasado más de un segundo cuando súbitamente de los dos brotaron unas buenas y sonoras carcajadas que nos hicieron la mañana.

No faltará quien dude de la veracidad de la historia, pero les prometo que no estoy mintiendo por convivir. Quienes conocen a Adibe, mi esposa, no lo dudarán ni un segundo.

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